jueves, 5 de febrero de 2009

Cuando era chica



Cuando era chica pensaba que las plantas eran, en general, una molestia. En casa, las plantas eran tan miembros de la familia como lo puede ser una mascota y con un status muy cercano al de los chicos. Requerían cuidados, riego y, sobre todo, espacio.

Según su grado de compatibildad con nosotros y el grado de interés de los adultos hacia ellas, las plantas de la casa se podrían haber clasificado en dos grandes grupos: las permanentes, que abarcaban las grandes y las suculentas, y las itinerantes.

Las grandes eran plantas muy robustas que estaban enterradas desde más allá de donde alcanza mi memoria. Se atendían solas, como los árboles de la calle, y a los adultos no parecían preocuparlos demasiado. A la entrada de la casa, en lo que hubiera sido el jardín, vivían una yuca gigante que mis padres habían traído chiquita en la mochila de un viaje al norte, un hibisco y una hiedra que cubría todo el frente de la casa y juntaba mugre, hormigas, caracoles, arañas, bichos bolita y muchas otras cosas interesantes. Recuerdo vagamente también un jazmín de florcitas celestes. Ocupaban casi todo es espacio disponible en la parte de adelante. Eran fuertes y toleraban pelotazos, atropellos, trepadas y actividades infantiles en general.

A la altura del patio que daba a mi pieza había una glicina memorable y enormes filodrendos plantados en los canteros alrededor del patio. Los filodendros eran uno de los grandes orgullos de mi papá y el terror de mi hermana en las noches de tormenta, cuando el viento y la lluvia les daban vida.



Otro pasillo con una palta que había plantado mamá de una semilla y que para ese entonces no era más que un arbolito raquítico.

Y en el patio de atrás - típica casa de barrio porteño- la añosa parra. Con sus uvas, acidísimas le preparábamos a mamá un jugo que llamábamos vino patero exactamente como nos habían contanto: lavándonos bien los pies y pisando las uvas en una palangana. La luz filtrada por las hojas de la parra, amarilla, amable, y cálida, me trae siempre esa sensación de placidez total de las siestas de verano que nosotros no dormíamos.


Mi problema era con las itinerantes, las que estaban en una cantidad de latitas desparramadas por todo el patio, pasillos incluídos. Ésas no vivían en la casa, paraban solamente por algunos días formando una especie de vivero/incubadora de gajos, plantines, plantitas y plantotas, destinadas a otros pagos.

Toda la atención de mi papá paisajista estaba puesta en este grupo de plantas. Las traía, las llevaba, nos mandaba regarlas, las instalaba en nuestro territorio de juego y las protegía. Por más que nosotros intentásemos evitarlo, siempre terminábamos volteando alguna porque jugar a la escondida, la mancha, la pelota, patinar o cualquier otra de nuestras actividades en esa pista de obstáculos sin llevárselas por delante era imposible. Si papá estaba cerca, eso equivalía al fin de tal actividad.

De modo que, en esa época de mi vida, las plantas eran más un problema, un trabajo y un límite que un placer y si alguien me hubiese dicho que me iban a gustar como me gustan ahora, me hubiese muerto de risa.




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